El Comandante Allen Gardiner fue el primer gran misionero anglicano en Sudamérica, y en gran medida responsable de la formación de la iglesia anglicana en este continente. Convencido del poder salvador de la Palabra de Dios, y a pesar de la oposición generalizada de sus contemporáneos, decidió dedicar su vida a alcanzar a los sudamericanos entre los países católicos romanos y los pueblos paganos.
Gardiner insistía en ver su labor como una deleitosa obligación y murió en aquella obediencia al mandato de Su Señor (Mateo 28.19–20) en su séptimo viaje a nuestro continente, en Tierra del Fuego el 6 de Septiembre de 1851.
El Memorándum Misionero es el último gran documento de Allen Gardiner. Él lo escribió a cuatro días de morir de hambre en su empeño por evangelizar Sudamérica, con el propósito de alentar a otros hacia las misiones en nuestro continente y establecer directrices para la Sociedad Misionera de Sudamérica (SAMS), organización que él mismo fundó.
Debido a la relevancia para los anglicanos latinos, compartimos fragmentos del Memorándum Misionero de Gardiner, traducido al español por Diego Pacheco, encargado de obra de iglesia anglicana Cristo Redentor de Vitacura. La traducción del texto completo está disponible en el libro Allen Gardiner: El Legado del Anglicanismo en Sudamérica de Mediador Ediciones.
“Redactado en la esperanza de que pueda serle útil al Comité de la Sociedad Misionera de la Patagonia. Que el Señor les de celo y fe para dedicarse a esta gran y bendita obra. La semilla de mostaza florecerá, y a su tiempo habrá una abundante cosecha” (Marcos 13.31-32).
El que un campo misionero tan extenso y prometedor para la empresa misionera permanezca aún desocupado por cualquier sociedad misionera protestante es un hecho tan reprochable como sorprendente. Es difícil tener que reportar tan lamentable omisión de parte de los que han enviado heraldos del evangelio a casi cualquier otra porción de la tierra.
…Pero tal vez se levante la pregunta: “¿Qué podemos hacer nosotros?, el romanismo es la religión establecida en todos los gobiernos españoles y no admite ninguna enseñanza protestante, ¿cómo podemos establecer misiones en vista de tal dificultad?”. Para responder a objeciones como estas será suficiente recordar que el mismísimo Señor de la cosecha nos ha mandado a ir, y ha prometido estar con nosotros en tanto que obedezcamos simple y fielmente su mandato: “Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura” (Marcos 16.15), “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mateo 28.20). Sin embargo, a decir verdad las dificultades no son tan grandes como generalmente se supone, y el escritor está agradecido de poder declarar (para el aliento de aquellos que podrían estar dispuestos a intentarlo) que la mayoría de ellas desaparecerá en la medida que se proceda con la obra. Incuestionablemente se encontrarán con oposición, pero ¿Cuándo y dónde se ha comenzado y continuado con alguna iniciativa similar sin que tarde o temprano el gran enemigo de la humanidad provoque el levantamiento de muchos adversarios y empeños para obstruirlo si no les posible impedirlo?
…¡Cuántos hay que viven en abundancia, y cuántos más disfrutan de una porción razonable de los bienes de este mundo, cuyas mentes, si estuvieran dirigidas al campo misionero podrían ser los medios para la difusión a lo ancho y largo del conocimiento de la salvación entre quienes, como nosotros, son pecadores. Podrían ser instrumentales para impartir bendiciones imperecederas a las generaciones venideras!
Muchos del pueblo del Señor dan mucho para avanzar su causa en el mundo, pero si también se pusieran a sí mismos en la balanza, ¡qué no podría lograrse por medio de la oración y la perseverancia! Es ahora; en este nuestro día, que se demanda con fuerza y se necesita cada vez más tal herramienta, especialmente cuando los campos para el esfuerzo misionero se están abriendo y ampliando por todos lados; hombres que considerando todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, estén dispuestos a ir en el espíritu de aquel que impulsado por el amor de Dios “trabajó mucho más abundantemente que todos ellos, no tomando nada de los gentiles” (1 Corintios 9.14–15, 15.10). La iglesia de Cristo invita a sus miembros a levantarse y ayudarle; las exigencias del mundo lo reclaman de nosotros.
Muchos de los que cuentan con salud y circunstancias que les permitirían dedicarse a un trabajo como este, gastan anualmente en obtener los bienes necesarios para la vida en Inglaterra lo suficiente para permitirles cruzar el océano, atravesar tierras distantes, establecerse al lado de una villa india, y en unos pocos años (si al Señor le place concederlos) disfrutar del alto privilegio de dirigirse a los habitantes de esas tierras en su propia lengua y de impartirles el conocimiento de la salvación por medio de la fe en el Señor Jesucristo.
¿Qué empleo más honorable, qué ocupación más deleitable que esta? Y sin embargo, cuán pocos son los que están dispuestos a tomar la vara del peregrino, para probar por su propia experiencia la verdad de las palabras de nuestro Salvador: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20.35).
…Pensar que estas ofertas gratuitas de servicio personal en la causa misionera se hagan tan raramente debe enseñarnos modestia. Por la falta de ellos nuestras sociedades se encuentran gravemente restringidas en sus operaciones; el enemigo de las almas mantiene su dominio usurpado sobre multitudes de nuestra raza caída; y se retrasa la gran y gloriosa obra de desplegar el estandarte del evangelio entre las naciones.
… Si aún unos pocos se levantaran en la providencia de Dios, un día habrá amanecido sobre esa porción occidental del mundo, un día que podría ser el precursor de bendiciones indecibles a millones de sus habitantes; pero pocos haces de luz levantándose desde el este, pueden con lento incremento anunciar ese amanecer. Aún así, sin embargo, será inevitablemente seguido por la plena luz del día para aquellos que ahora descienden a las sombras de la noche eterna a causa de la ignorancia que hay en ellos, y entonces, ¡Qué feliz pensamiento!, todos se levantarán, y tirando a un lado sus misales y sus amuletos paganos, vendrán a adorar al verdadero Sol de Justicia, y levantarán la voz de alabanza a nuestro mismo Dios bendito.
Vale la pena vivir, ¿y no debiéramos agregar?, incluso morir con tal de tomar parte en la sola preparación de tal obra. Entonces una nueva era habrá comenzado en los anales de las misiones cristianas (al menos en estos últimos días), se habrá dado el ejemplo a seguir para muchos que podrán ser inducidos a hacerlo, y no solo se fortalecerá a esta sociedad y se le permitirá alcanzar su glorioso y gran llamado, sino que otras sociedades también cosecharán el beneficio, y participarán en el resurgimiento del antiguo celo y la devoción personal, cumpliendo al pie de la letra con la exhortación y el ejemplo del apóstol que trabajó más que todos, y que estuvo dispuesto a soportar penalidades como buen soldado de Cristo Jesús y predicar el evangelio a los gentiles a cambio de nada (1 Corintios 9.14–15, 15.10; 2 Timoteo 2.3).
En conclusión, con toda sinceridad y como frente a Dios, me he dispuesto a enfrentarme a la siguiente pregunta, e invito a aquellos en cuyas manos esta consigna haya caído a unirse a mi empeño: ¿Qué hemos hecho por Cristo en comparación con lo que los devotos de la fama y riqueza han logrado?, ¿cuáles son los peligros que no han enfrentado?, ¿cuál es el aire nocivo que ellos no han respirado?, ¿cuáles son las penurias y privaciones que no han soportado voluntariamente?, ¿por qué, entonces, somos tan lentos para imitar su celo, tan reacios para enfrentar el riesgo de la adversidad en una causa mejor, tan prontos a cansarnos en el servicio de un mejor amo, tan dispuestos a rehuir ante la carga y el calor del día gastado en el esfuerzo misionero?, ¿acaso no sería justo deducir que nuestro amor se ha enfriado?, ¿que buscamos nuestras propias cosas antes que las cosas de Jesucristo?. ¡Oh, que no se diga que el mundo es más consistente con sus principios, que el cristiano. Que aquél ama sus ídolos mejor de lo que nosotros amamos al Señor que nos compró con su preciosa sangre!